Siempre, desde muy pequeña, me he preguntado si realmente yo era el bicho raro de la clase del que todos hacían burla y se reían.
Yo era una niña pecosa, tímida y muy abstraída. Tan solo tenía un par o tres de amigos en clase, quizás fuera por ello que empezase ese tan odioso bullying que padecí durante los once hasta los catorce años.
A pesar de que sacaba muy buenas notas, y competía en el club natación Badalona (por cierto, era bastante buena).
Todo comenzó a cambiar en séptimo de EGB. El acoso escolar fue en aumento, mis notas bajaron, vaya si bajaron: suspendí seis, y adelgacé 11 kilos.
Los niños, a esas edades son muy traicioneros, y con tal de seguir al líder de la clase forman todos un rebaño, y me robaban el almuerzo, me insultaban, me seguían hasta casa de mis abuelos, hasta en una ocasión me encerraron en un baño.
Fue en ese momento cuando decidí pedir ayuda a mis padres, estaba ya en 1º FP, cuando pasó lo del baño, y mis padres hablaron con la dirección de ese colegio. Y no ofreció ningún tipo de ayuda. Yo, por cierto, ya me estaba viendo con un psiquiatra infantil.
Mis padres optaron por sacarme del cole, antes se podía hacer a esa edad, y me apuntaron a clases intensivas de inglés en una academia.
Más tarde, en septiembre, fui al instituto de al lado de mi casa a cursar 3º de la ESO y no tuve problemas de acoso escolar.
Pero yo ya no quería volver en septiembre a comenzar 4º y decidí hacer una tontería que me llevó a sufrir un ingreso en la Maternidad del Clínico, en la planta de trastornos alimenticios, durante tres semanas. Conocí chicos y chicas maravillosos que, quieras o no, estaban pasando por lo mismo que yo.
El diagnóstico del psiquiatra en aquel entonces es lo de menos: trastorno de conducta; solo sé que tenía 16 años y me estaban hinchando a medicación como a un cerdo.
No sería hasta cumplir la mayoría de edad que, por un brote psicótico, en Torribera, vieron que tenía trastorno bipolar tipo 1.
Por cierto, tengo la ESO y el Bachillerato acabados.
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